Lienlaf
Grato y honroso es
llegar, para mí, a este lugar de celebración poética en que
recibimos la Antología de Leonel Lienlaf. Rememoro mientras releo
estas páginas cuando encontré al poeta por primera vez, hace muchos
años atrás en mis búsquedas y acercamientos al idioma mapuche.
Podría decirse que la circunstancia no era algo netamente poética,
pero también lo era porque la comprensión mapuche de la poesía es
con radicalidad diferente a la practicada en nuestro ámbito local
afiliada a otra tradición. Diría, que el radio de acción de la
poesía mapuche se asemeja a la que tenía la poesía china de la
antigüedad, una especie de farol en el quehacer cotidiano y, por lo
mismo, casi primer conocimiento. Aquella tarde el entonces joven
Lienlaf daba una conferencia sobre la cultura mapuche. Con palabras
simples y concretas fue dándole pábulo y llama a una realidad no
visible para los ojos de gran parte de los chilenos asistentes,
aclimatada la visión en esos años finales del siglo pasado, opacada
por la mecanización de la vida de ciudad y por una modernidad nunca
del todo definida. Y también, no olvidarlo, por los años de cerco
intelectual de la dictadura. Con gran sencillez, convicción y
sentimiento, ese relato nos fue introduciendo en lo que sin duda era
una cosmología mapuche, para hablarnos de un espacio y de un tiempo
percibidos y simbolizados de manera distinta a la aprendida por
nosotros, por modelo occidental. Para hablarnos de una Naturaleza que
acá escribo con mayúsculas porque ya, había que saber que Ésta
era otra, una que no se dejaba reducir; una totalidad viviente cuyo
nombre era Mapu; un cosmos integrador constantemente recreándose,
constantemente emitiendo signos, hablando. Una manifestación
parafísica, es decir un espacio, un lugar, un mundo lleno de
espíritus actuantes, una Naturaleza que se resistía a ser tratada
como una mera cantera de recursos para una economía utilitarista. Un
pueblo mapuche, que resistía también, a que su vigencia sólo se
encontrara en los museos. Después de escuchar a Leonel esa tarde, se
me hacía evidente desprender dónde y cómo se rompía la armonía
en estas tierras, superpuestas cada una de esas formas de vida
antagónicas, en un mismo territorio, rechazándose. El discurso del
poeta no hacía otra cosa que profundizar en la historia, la
sangrienta historia, para llegar a ese suelo –esa tierra de arriba
y de abajo donde todo comienza. Recordar ese episodio en el día de
hoy, tiene, no obstante, un dejo decepcionante y doloroso. Avanzado
el tiempo y también nuevas formas de convivencia social orientadas
por los derechos humanos, es preciso reconocer que el Estado chileno
permanece todavía, en estas circunstancias, inamovible y
esclerosado, manteniendo sus intereses, prejuicios y dogmas
políticos; prolongando las injusticias con las comunidades. Sin
embargo, para sentir la atmósfera que nos envuelve, se hace
indispensable escarbar además en esta marcha humana planetaria que
parece dirigirse hacia el logro de supremos bienes y que,
sopesándose, no se han conseguido. Constatación común repasada por
muchos autores contemporáneos desde ópticas distintas: la larga
experiencia de los tiempos de la modernidad y todas sus
transformaciones post, que nos han instalado en una sociedad centrada
en la escritura y la palabra escrita, con sus escritos más variados,
atesorados en libros algunos, agrupados en legajos notariales otros,
para rubricar lo que valen y señalar la desconfianza que nos empapa.
Son muchos los siglos que nos separan de la experiencia en que la
palabra era solamente oral y que como hecho cotidiano sólo tenía el
respaldo de quien la entregaba o la empeñaba -un acto no mediado por
funcionario alguno, papel sellado ni timbre de agua- quizás había
algo de épica en aquello para quienes la extrañan: un instante
observado por una Naturaleza nimbada de auras, es decir, todavía con
mayúsculas, además por la comunidad y, dioses siempre partícipes.
La palabra era vivida, pertenecía al ceremonial del vivir y ahí se
jugaba todo. Con la desacralización moderna y el progreso entrando
en las sociedades de manera arrolladora, la naturaleza pierde su
misterio y monumentalidad, debe permanecer muda para que hable la
Razón (con mayúsculas) y se de curso a su intervención.
Dicen que no hay
peor ciego que aquel que no quiere ver. Hoy cuando las palabras se
nos desmigajan como un alimento que ha perecido, se persigue
vagamente restituir una oralidad a la vida cotidiana como si aquello
fuera tan simple como instalar un repuesto. Nosotros los chilenos ya
casi perdimos esa capacidad, no así los mapuche. Habría que tener
presente que la oralidad no es una situación de escucha exterior,
eso podría ser sociología, de andar parando la oreja (eso tiene
otro nombre) sino que es una escucha interna, es decir, una dimensión
ética.
Pues bien, he
desembocado en este punto porque creo que es el lugar donde pone pie
y desde donde emerge la poesía de Leonel Lienlaf, que ha llegado al
libro con su canto. Cuando leí el título de la antología: “La
luz cae vertical” tuve una imagen rápida como lectora, del poeta
ubicado en ese medio cenital de su libro, donde las sombras ya han
escapado, donde los dados ya han sido tirados. Y la luz que se ha
vertido de esa manera hace figuración en esa juntura del libro donde
se encuentra, donde se da el encuentro de lo separado. Un intermedio
articulado, un lugar de fuerzas en busca de renacimientos, de
reconquista de una antigua armonía. En uno de los lados del libro,
el izquierdo, se ubica la palabra en mapuzungun (que carga en su
historia idiomática evolutiva el desafío de su representación en
diversos grafemarios) y al lado derecho la palabra castellana, pero
nunca tanto, cuando chilena, cuando amamantada por muchas leches
nutricias incluyendo la mapuche. En cada caso, cada una diciendo lo
suyo, con un cierto parecido en lo que dicen respecto de lo que
referencian -lo pudiéramos creer-, pero a la vez con la patente
impresión de que sus movimientos las alejan, las ponen en una
proximidad oponente y que, sin embargo, enfatizamos, podrían estarse
completando una palabra en la otra, o una tercera emanando de esos
contactos y de sorpresiva aparición. Porque las palabras están
siempre en movimiento, buscando matrimonio y parentesco, agarrando
sentido. Que, si bien esta es una antología bilingüe, en parte
importante de ella nunca ha habido, creo, la búsqueda de una
traducción en regla, porque la posición, aventuro, es otra:
creación a dos manos por el poeta. Por un lado, la palabra poética
en mapuzungun que, al ser pronunciada, hacerse canto, convoca en esa
oralidad genuina a un mundo en batalla, que se niega a morir –lo
dice el poeta: “No es este el relato de mundos ya idos/ ya
olvidados, ocultos en años”- En efecto, está ahí, se ha
despertado junto al corazón del poeta; con su voz ha renacido y
cobrado presencia. Enfrente, otra palabra, la que como lengua de
Chile ha guardado silencio, la refugiada en la letra, y que ahora es
tensionada por el poeta en el acto creativo, en el acto de afirmar,
empujada a esa cadencia mapuche, a esos enlaces preparados con
guiones bajos, para que así pueda decir lo que hasta ahora no
alcanzaba. (Me refiero a las páginas de KOGEN). El poeta está en
ambos lados, pero no está de la misma manera. Es el sino de los
poetas estar siempre divididos, dice el inglés Keats y Leonel no
escapa a ese dicho. Al estar el libro escrito en dos lenguas, la
realidad calzada, aprehendida o quizás poéticamente fundida en dos
crisoles distintos y próximos, no puede no tener matices de
distinción, pero a la vez también sus vasos comunicantes. Si vamos
por ejemplo hasta el poema “Mi sombra” … (perdón: si voy, con
mis rudimentarios y escasos conocimientos de palabras en mapuzungun y
a riesgo de desbarrancar mi lectura)) veo en ella dos sombras
diferentes: en el lado mapuche del libro aparecen en los primeros
versos el pewen, desde ahí un tipo de sombra, además el sol, y un
estero, lo que me sugiere la sombra del árbol como un reflejo, una
sombra luminosa persistente en un lugar físico. No paso por alto que
el poema se titule “Mi sombra” porque la figura del árbol es
crucial no sólo en este poema sino en el libro: el poeta
personificado en árbol, el aliwen, transformado, un árbol que se
mantiene en pie, al que no le han pasado por encima, no lo han
talado. Prosigo: en contraposición, la sombra (en castellano) es
oscura, evanescente, y en contacto con las palabras que la siguen que
son la palabra “ilusiones” y la palabra “fantasía” refuerza
una movilidad inasible, fantasmal, almas en pena y otros simbolismos.
Interminable sería pormenorizar en cada uno de los versos. A grandes
rasgos, al menos señalar la rueda del eterno retorno del pasado que
son los antepasados con sus enseñanzas. Son las abuelas y las
bisabuelas que en una larga línea femenina pueblan los poemas. Son
la hilera de palabras en mapuzungun con un nidal de significados,
desconocidas para nosotros los chilenos, esperando –creería- por
su conocimiento y reconocimiento.
Lo cierto es que
Leonel Lienlaf se ha posicionado con serenidad desde ese fiel del
libro donde equilibra las páginas y las palabras con toda propiedad.
Habla del silencio y los sueños de su pueblo desde la entereza de su
corazón. En cada uno de sus poemas están la natural, la indomable
Naturaleza con su profundidad. Las palabras de aquí y de allá se
trenzan y se destrenzan; muestran sus alcances. Sabemos que la
implicancia de pewma –una de las palabras mapuche que ha tenido
mayor revelación entre nosotros gracias a los poetas- sabemos pues,
que lo que ella envuelve aun cuando se traduzca sueño no pertenece a
la mismísima atmósfera de nuestra gastada palabra sueño. Y, si
Leonel inserta, por ejemplo, la palabra “profesor” en un poema
escrito en mapuzugun, es porque esa palabra tiene para él y para el
poema esa ubicación y una connotación imborrable. Y todavía, en
poemas que no van correlacionados como este titulado “En la
espesura de los bosques”, las alusiones astronómicas obligan a
salir de una lectura lineal en el papel para trasladarnos por qué
no, al mismo texto celeste: la imagen de la gallina con pollos está
también en las estrellas. Y más aún, en el poema “Cantos en un
bote”, me atrevo a decir que la música y la percusión del lado
mapuche en ese bote festivo y sonajero, cae en sordina al otro lado,
hacia donde lo escucha el chileno oído. Son en esas líneas, mundos
entrelazados mas no equivalentes ni comparables aun cuando aferrados.
No obstante, es en uno de ellos, aquel de las palabras sentidas que
lo acunaron donde el poeta puede desplegarse y conjugar el verbo ser;
en el del frente, hacia donde pasa –donde está nuestra modernidad
aun cuando sea de pacotilla- o hacia donde es arrojado en un sentido
muy existencialista, está, está ahí, existe, existe como puede
existir un extranjero, un inmigrante. No importa que maneje todos los
códigos castellano-chileno al dedillo, entra a ese vacío excluyente
de nuestra realidad que exige el despojo. Bueno, también sabemos que
siempre la vida está en otra parte.
Vuelvo al título
del libro, “La luz cae vertical” que Vicente Undurraga ha tomado
de un verso de Lienlaf para encabezar esta antología. Quizás
coincidamos en nuestra impresión de lo leído. Señalar el carácter
cenital de esta escritura: un instante clarificador y armonioso en
esa verticalidad donde luz y sombra se absorben.